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El vuelo del carpintero

 Villa
Salandra  es una  humilde aldea que luce flexible
calzada  de grueso musgo sujeta a la tierra. Su ungüento tránsito se
hincha y dilata hasta hallar la cumbre, y allí, el pequeño poblado cautivo de
lozano pasto, queda al amparo de perversas murallas y denso velo.
Al
alba, estiradas lavandas pululan vapores al  viento que patina sereno
sobre piel, como seda deshilada. Su triunfante calzada y magnos altares silban
porosas voces de héroes olvidados. Entre islotes quebradizos, se oyen
almendrados susurros clamar bajito, bajito, gruñendo y rumiando sibilinos
gemidos.

Al
atardecer, el gélido crepúsculo camuflado como ladrón, se oculta entre ilustres
sombras y abruptas crestas audaces, y al anochecer, confinada, recibe
álgidos vientos, y, mientras sus almas dormitan, fieras sombras pasean soplos
nevados nacarando altares callados y, cada amanecer, su nítido manto queda
fragmentado  en graciosas vidrieras, luciendo lechosas calzadas tupidas de
melaza y tensa yedra. 
Bajo
aterciopelados pies, sus valles visten cipreses estrujados, bien apretados,
mitigando cantares  eternos del dócil regato.  Sobre pulidas orillas
se esparcen esferas de piedra chica, tan chicas como canicas, tornando tapices
multicolores según brille el sol y  vaya pasando el día.
De
jaleo y griterío del lugar circulan los justos;  lazarillos guiando
manadas de cabritas, el escaso bullicio de saludos y cumplidos, más la venta de
alimentos en apacibles ramblas de tan solo treinta vecinos.
Entre
escasos moradores, vive un longevo artesano que nutre y esculpe con nutrido
apego, fuera grande o  pequeña  cualquier rama, madero intacto o
astillado.
El
curtido viejo, además de andar curvado, muy doblado, cosecha fósil hollejo
plagado de pliegues.  Sin embargo posee manos exquisitas, largas, suaves y
refinadas, de mozuelo adolescente “como esbozo pincelado por el Greco”, y, como
si fueran independientes de su envejecido cuerpo, como si hubieran sido
superpuestas, carecen  de arrugas, a diferencia de su apergaminado boceto.
Sus
finas manos tienen la destreza para moldear y enlazar las vetas más profundas
de los leños. Tan pulcro y pulido es su trabajo, que peleles quietos e
inmóviles parecen vetar  al suspiro, al aire, la brisa y  viento,
revelándose vivos… en perpetuo  movimiento.
Se
emplea tan afanosamente que no escucha el rum rum, rum rum azotando  su
buche pegajoso, y cuando éste patea violento clamando como un potro hambriento,
taciturno sacia el hambre y sed sintiéndose  estallar repleto. Entonces
derrotado, cede al descanso apoyando su fruncida frente sobre aparejos de
trabajo.
¡Qué
dichoso se sentía realizando pericias con sus manos! Tenía tantos encargos
que además de perder la noción del tiempo, se olvidaba a quién debía enviarlos.
Un
día, ensimismado en su afán no se percató de sus pasos ni movimientos.
Concentrado, sin dolor, sin sentir presión, como vagando descalzo entre hilos
de algodón, reaccionó al sentir caer un pequeño torso de madera a tierra, y
cuando se agachó a recogerlo, cayó una manita de tablita al pavimento. Creyendo
que fuera por despiste o agotamiento, clamaba “que torpe estoy”, no dando
importancia al sin fin de muestras que de repisas caían derribadas al suelo.
Una
noche, después de varios  días cayendo partes de juguetes ordenados y
colocados en su lugar a la espera de ensamblar, algo le asustó y cayó hacia
atrás golpeándose la testa. En esos momentos temió ser atacado por un bandido
que quisiera robarle o pretendiera hacerle daño.
Agitado
por el miedo, intenta divisar quien se oculta en su  menguada 
guarida. Tras minutos de aguda retina paseando estantes y esquinas,  no
consigue vislumbrar los destellos  móviles que provocaran su angustia.
Dos
segundos pasaron y de golpe… “ZAS” sintió erizar su rizos ceniza mientras oía
el burbujeo pavoroso escapar de células recónditas, “sintió no hallarse solo y
ser observado”.
Tras
varios minutos sin que ocurriera nada, pensó que quizás debiera hablar,
preguntar quien había ahí, e intentó alzarse, pero al moverse “ZAS”  las
sombras volvieron a surgir, así que tembloroso  y turbado con agitada voz
se puso a recitar:
Soy
un humilde carpintero que ningún mal hace.
Mis
manos no pueden estar quietas, 
por
eso trabajo sin descanso.
Mi
mundo es realizar obras bellas con esmero y  tacto.
Mientras
les doy forma, siento que acarician mi regazo.
Trabajo
sin descanso noche y día hasta recuperar la viva esencia
de su
pasado.
Sin
respuesta, firme como reptil, agudiza morosos  sentidos quedando varado en
su armadura de huesos y propios crujidos, y agudizando tímpanos y no
percibiendo asomos ni ruidos, se  aúpa lentamente mientras ve esparcir
torpes vuelos que  agitados, brotan de  su marchitado dibujo.
No
recuerda cuando cambió de gabán por última vez. Y durante el proceso que bien
pudiera haber durado semanas, quizás meses, no ha provocado dolor alguno que
llamara su atención. Algo muy extraño, fuera de la realidad creció en el
reverso de su plegada hechura.
Tras
descubrir que su vetusto cuerpo ha desarrollado protuberancias móviles en sus
frágiles omoplatos y que de ellos brotan  pelusas “como primeras plumillas
de un tierno polluelo” pasa la noche llorando y desconsolado. Fueron las
patadas feroces de su vientre quienes le avivaron, pero ante la angustia y
ansiedad creciente por el  infortunio de verse diferente, sin comprender
las causas del cambio a su avanzada edad, ceba y acalla los golpes con el poco
alimento que en su alacena queda, y derrotado, abandonándose en su pequeña
guarida se refugia inhalando maderos que aguardan turno para salvar su
espíritu, y, mientras exhala su último aliento, inspira con fervor
identificando aromas;  el abeto, el alcornoque, sus añoradas acacias y
exudados de diferentes resinas.
Han
pasado más de treinta años y pequeño poblado  ha crecido.  La vieja
casa del carpintero se encuentra abandonada,  llena de maleza, parece la
caseta de un cuento creada por las manos de un crío. Su tejado ataviado de
rotas pizarras se haya atravesado por colosal árbol que trepó durante años
campante y tranquilo retozando y jugando entre brotes y rulos.
Ante
la necesidad de limpiar y agrandar la plaza del poblado, por unanimidad, los
vecinos deciden derribar la caseta del carpintero. Limpiando primero los
alrededores del pequeño hogar  para después demoler sus ruinosas paredes,
asoma un tronco cuyo diámetro mide doce metros.
Llamado
el  guarda-bosques para que aclare el tipo de árbol dadas sus rarezas y
características excepcionales se presentó  radiante dándose importancia,
pero en segundos, su rostro airoso y triunfal quedó cuadrado, y,  sin
escuchar reclamos y quejas de alcalde y vecinos guardó solemne silencio, al
tener frente a él, un digno espécimen incapaz de identificar.
Su
tronco se eleva como si una fuerza íntima lo hubiera alzado y atravesado desde
tierra abriéndose paso secreto a través de rugosas órbitas. En el cohabitan
distintos tipos de maderas. Las ramas tienen brotes diferentes y sus diversos
frutos convergen en armonía, no brotando al exterior, sino germinando  y
brotando en su interior.
El
fósil  pellejo  y  fósiles huesos del carpintero fueron pilares
y a la vez nutrientes que sirvieron para que el resto de maderos que
estaban  a la espera pudieran fusionar de nuevo sus raíces para sentirse
vivas.
Además
de tener un aspecto extraordinario, pues no hay vegetal que reúna sus
cualidades injertadas y en perfecta armonía, transmite gran paz a quien
descansa bajo su sombra.
Cuando
los pobladores acuden a su alfombra,  si guardan silencio, oyen el fuerte
golpeteo de millones de gotas lavando bosques tupidos de diferentes hojas “como si millones de aplausos de pequeñas manitas semejaran copiosa  tormenta” y, si respiran con energía sienten
la fuerza del oxígeno entrar con aceites resinados purificar sus húmedas
células.

Algunos
vecinos comentan  que mientras se hallan bajo su sombra han sentido el
conato de altos vuelos de sus ramas. También hay infantiles rumores “dicen que
mientras juegan caen pequeños brotes” como si el árbol al sentirlos jugar y reír aleteara pequeñas ramitas…que los críos recogen y llevan a casa para ver brotar delicadas pelusas, al igual
que las primeras plumillas de un tierno polluelo.
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